
04. Los valores literarios / Azorín / Una noble indignación
Estas líneas no son mas que una apostilla al artículo anterior. Se nos pide que insistamos—ampliándolo—sobre algún punto expuesto en dicho trabajo. Lo haremos brevemente. ¿Cómo se compaginan—se dice—las fervorosas protestas de adhesión y amistad hechas por Cervantes respecto al conde de Lemos y la conducta mezquina, menguada de éste? Hemos dicho bastante sobre este importante extremo; pero añadiremos algo más. Es preciso colocarse en la situación de Cervantes. El autor del Quijote era un hombre pobre, necesitado; toda su vida la había pasado en angustiosas y trabajosas andanzas. No figuró nunca entre la alta intelectualidad de su patria. Cuando estuvo en Sevilla, aparte vivió de los aristocráticos, delicados ingenios que allí había; su amigo y su protector—honremos su memoria—fué un hombre del pueblo: un mesonero. En Madrid, al publicarse el Quijote, hubo para Cervantes una ventolera de renombre; pero no nos hagamos ilusiones: aquel renombre no era como este de que ahora goza Cervantes; aquel renombre era, más que respeto y comprensora admiración, curiosidad, interés por un escritor que había trazado una historia graciosa, llena de donairosos disparates. No fué nunca considerado Cervantes, como al presente es considerado, un erudito ó un publicista consagrado oficialmente, académico, ex ministro, etc.
Por otra parte, el conde de Lemos no pasaba de ser un hombre mediocre, limitado. Afectaba ser amigo de los literatos y protegerlos; mas quienes verdaderamente se llevaban su consideración eran los que en aquellos tiempos eran reputados por los verdaderos literatos y pensadores: eruditos, teólogos, poetas aristocráticos. Aun siendo Lemos amigo de Miguel, no podía colocar á éste en su estimación al nivel de un Argensola, ó de un padre Arce, ó de un padre Mendoza. Le quería, sí; mas en su afecto hacia Cervantes debió de haber esa corrección, esa urbanidad fría, ese discreto acercamiento—ó alejamiento—que un gran aristócrata ó un gran político saben poner entre su persona y la persona de un hombre á quien se debe cierta gratitud, pero con quien no se cree que debe establecerse una sincera, honda, cordial solidaridad espiritual. ¿Qué iba á hacer Cervantes? Su situación era sumamente apretada; si no le pasaba una pensión, regular y periódicamente, el conde de Lemos (cosa que no está demostrada), por lo menos, debió de hacerle, en ocasiones, algún señalado favor. Era Lemos la única persona á quien Cervantes podía recurrir. ¿Iba Miguel á perder este único asidero por adjetivo de más ó de menos en sus dedicatorias? ¿Qué importaba un superlativo ó una hipérbole? Téngase en cuenta, además, el estilo especial—todo encarecimientos—de esa literatura nuncupatoria. Añádase también la generosidad nativa é inagotable de Miguel...
El conde de Lemos, desempeñador de los más altos cargos de la política, pudo asegurar decorosa y holgadamente el porvenir de Cervantes. No quiso hacerlo. Hemos hablado del concepto social que rodeaba al autor del Quijote; ello influyó eficacísimamente en la clase de relaciones que mediaron entre, Lemos y Miguel. ¿Se podrá rastrear hoy, todavía, este concepto social de Cervantes? No se olvide que Cervantes mismo se tenía—y ello le apesadumbraba—por un mero romancista; no se eche en olvido tampoco el dictado de ingenio lego con que le motejaron algunos intelectuales de su tiempo. ¿Podremos encontrar todavía en el subtractum español, en lo hondo de ciertas regiones sociales españolas, este concepto respecto á Cervantes? Los cervantistas (y, en general, los historiadores literarios) desdeñan la realidad viva; buceando en el fondo de la realidad española pudieran encontrarse noticias y pormenores curiosísimos. Las modas, las maneras de decir, las ideas, las modalidades del sentimiento, de las altas capas sociales caen á lo hondo, poco á poco, y allí perduran durante mucho tiempo. Giros del castellano clásico, vocablos desaparecidos hace siglos, los encontramos en la parla de un mercado ó de un horno, en boca de zabarceras y comadres. Puesto que el concepto Cervantes-ingenio lego ha existido y ha dominado en la aristocracia intelectual de España, en el siglo XVII y durante bastantes años, ¿podrá aún encontrarse rastro vivo de este concepto, concepto que no calificamos porque no hace falta y que ahora se resuelve en gloria de Miguel?
En 1848 un colaborador del Semanario Pintoresco—J. Jiménez Serrano—hizo un viaje por la Mancha; visitó ese escritor algunos de los parajes por donde anduvo Don Quijote. Sus impresiones se publicaron en dicha revista. Cuenta Jiménez Serrano que caminando de Argamasilla al Toboso se encontró á un clérigo que iba también al mismo pueblo. Trabaron conversación los dos viandantes y el clérigo dijo, entre otras cosas, al viandante, al enterarse del propósito de éste: «Hace cuarenta años que vivo en Lugar Nuevo, famosísima patria de Don Quijote, pero nací en el Toboso, donde pasé al lado de mis padres los primeros años de mi juventud y las vacaciones que nos daban en la insigne Universidad de Toledo; he visto, por consiguiente, muchos extranjeros que venían atraídos como usted por la fama de ese Cervantes Saavedra tan celebrado en Madrid. Movióme entonces la curiosidad de leer El Ingenioso Hidalgo y no me pareció, con perdón sea dicho, cosa de tanto asombro, pues ni allí hay doctrina ni hechos; no pasa, en mi pobre juicio, de ser una obra graciosa, escrita por un hombre chistoso, pero sin carrera».
Léanse y reléanse las últimas frases transcritas; ese es, en 1848, el concepto de Cervantes que profesaban en 1610 los intelectuales, aristócratas, teólogos y grandes políticos. El Quijote es una obra graciosa, escrita por un hombre chistoso; no hay en ese libro doctrina. Su autor es un hombre sin carrera. ¿Cómo había de dispensarle Lemos la misma protección que á un Mendoza ó á un Arce? Dos años antes de que el clérigo de Argamasilla expresara el juicio copiado, en 1846, un escritor había dado la nota exacta al hablar de las relaciones mediadas entre el conde y Miguel. Aludimos á Pablo Piferrer, agudo crítico y elegante poeta. En su libro Clásicos españoles, Piferrer escribe, tratando del desamparo de Cervantes: «Sólo el conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, aquel protector de los hermanos Argensolas, le hizo alguna merced, que, si bien muy digna de eterna loa, no debió de ser tan grande como pudiera deducirse de las expresiones que su ánimo tan bueno y agradecido dictaba á Cervantes.» «Mejor es verle así dechado de generosidad y dulzura—añade el autor—; mas siendo un tanto más sobrio en los elogios ajenos, fiando su propia defensa y la crítica de los demás á su noble sátira, quizá el temor le hubiera granjeado las consideraciones que se negaron tan villanamente á la indulgencia.» «Aquí sólo la indignación mueve mi pluma—agrega Piferrer—; ni puedo leer con calma que los mismos Argensolas anduviesen regateando el favor del conde y dándose apariencias de patronos con aquel anciano en cuya abierta frente resplandecía la bondad más pura. ¿Acaso todos los versos juntos de aquellos poetas son en la sola poesía lo que cualquier capítulo del Quijote en toda la literatura?»
Aquí sólo la indignación mueve mi pluma—dice Piferrer—. Acompañemos en su noble indignación al querido y delicado poeta de la Canción de la primavera. (Seguir leyendo)