02. Los valores literarios / Azorín / Sobre el Quijote

25.05.2025

SOBRE EL «QUIJOTE»

La Lectura ha publicado el tomo VI de su edición del Quijote. Cuida del texto y de las notas—como es sabido—el señor Rodríguez Marín. El texto, puntuado, dispuesto por el señor Rodrígez Marín, merece entera confianza; no le regatearemos nuestros elogios. La labor realizada en las notas no puede ser expedida en cuatro palabras; requiere un examen detenido, especial. Lo haremos otro día. En general, los comentaristas del Quijote adolecen de trabajar en lo abstracto; pecan de aficionados en demasía á los libros, papeles y documentos... y á lo que otros eruditos han dicho antes que ellos. El Quijote es un libro de realidad; la Mancha, principalmente, es el campo de acción de esta novela. En la Mancha hay ahora paisajes, pueblos, aldeas, calles, tipos de labriegos y de hidalgos casi lo mismo (por no decir lo mismo) que en tiempos de Cervantes. La Mancha comienza ahí mismo, á las puertas de Madrid, desde el cerrillo de San Blas para abajo... Sin embargo, los comentaristas del Quijote escriben en Madrid; revuelven[Pg 8] mil mamotretos; se fatigan investigando documentos; corren desalados tras de un librejo que pudiera traer un dato interesante; lo hacen todo, en suma, todo menos darse un paseo por la Mancha, que está ahí, á tiro de escopeta, con todas las particularidades vivas y tangibles que figuran en las páginas del Quijote. Nada nos dicen los comentaristas de los tipos—existentes hoy—de Alonso Quijano y de Sancho, ni del ama y la sobrina de Don Quijote, ni de las costumbres manchegas, ni de los yantares y condumios propios de ese país (de los cuales Cervantes habla), ni de la Cueva de Montesinos (que los viajeros nos describen), ni de las lagunas de Ruidera, ni de los famosos batanes, que perduran al presente como en aquella noche infausta de la célebre—y no aromática—aventura. Hablar de todo esto, poner en relación la realidad de hoy con la realidad pintada por Cervantes, sería establecer una armonía de humanidad y cordialidad entre la obra y el lector; sería ligar á sus raíces naturales—la tierra manchega, mejor, española—una planta producida por las dichas raíces. Pero para los comentaristas del Quijote la Mancha no tiene realidad; la Mancha no existe.

Nada más significativo á este respecto—aparte de lo dicho—que contemplar las láminas que, en 1780, puso la Academia Española á la edición del Quijote que entonces hizo. ¿Qué idea de España se tenía entonces? ¿Es posible que españoles, y españoles eminentes, tuvieran tan estrafalaria y absurda idea de la realidad española? ¡Cómo! Estos[Pg 9] hombres viven en España, tienen ante los ojos sus paisajes, han deambulado por sus caminos, han posado en sus ventas, han tropezado y platicado con hidalgos, labriegos, artesanos... Y ahora, cuando en el libro más español de todos los libros quieren dar, gráficamente, un reflejo de la España en que ellos viven y ellos representan (con la más alta representación literaria), nos ofrecen un desconocimiento absurdo de España; nos ofrecen una España grotesta y ridícula. Y todo esto cuando á las puertas de Madrid, donde la edición se prepara, está la Mancha, con sus campiñas, sus ventas, sus caminos, sus Quijanos y sus Sanchos.

La segunda parte del Quijote mejora notablemente con respecto á la primera. Hablamos de la segunda parte porque á ella corresponde el volumen publicado ahora por La Lectura. Mejora, repetimos, en cuanto á la técnica y en cuanto á la contextura espiritual. Hay en ella algo de etéreo, de indefinible, de inefable que no hay en la primera parte. El hombre que escribe este volumen no es el mismo que el que ha escrito el primero. Antes había—tal vez—pleno sol; ahora la franja luminosa que tiñe lo alto de las bardas (¡aún hay sol en las bardas!) es resplandor dorado, tenue, de ocaso, de melancolía. Cervantes se despide de muchas cosas en esta segunda parte. La segunda parte del Quijote es un libro de despedida. En ella llega el autor á una tenuidad portentosa de estilo; se piensa en los grises de la última manera de Velázquez. Como se ve toda la modernidad de[Pg 10] la segunda parte del Quijote es comparando su prosa á la de otros libros de la misma época, á la prosa de Vélez de Guevara, de Castillo Solórzano, de Quevedo, de Gracián. Lo que aquí es trabajo, técnica laboriosa, particularidades de la época, en Cervantes es ligereza, sutilidad, inactualidad. Páginas hay que, con ligeras modificaciones ortográficas, parecerían escritas ahora; el autor va escribiendo embebido en su propia visión interior sin reparar en la forma literaria. Cervantes no se da cuenta de cómo escribe. Cuando se llega á este estado es cuando realmente la expresión literaria alcanza su más alto valor.

La segunda parte del Quijote sugiere multitud de reflexiones; sobre todo, los capítulos en que figuran los duques que aposentaron en su palacio á Don Quijote y Sancho. Los tales duques nos parecen ahora gente inculta, grosera y aun cruel. No se concibe cómo personas discretas y cultas pueden recibir gusto y contento en someter á un caballero como Alonso Quijano á las más estúpidas y angustiosas burlas. (Recuérdese la aventura de los gatos, el «espanto cencerril y gatuno».) Una temporada están Don Quijote y Sancho en casa de los duques: se divierten éstos á su talante con ello; son expuestos caballero y escudero á la mofa de toda la grey lacayuna; con la más exquisita corrección se conduce y produce Alonso Quijano. Y luego los tales duques dejan marchar, como si no hubiera pasado nada, al sin par caballero y á su simpático edecán. Ya que se divirtieron de lo lindo los duques, ¿no había medio de demostrar su[Pg 11] gratitud de una manera positiva y definitiva? Á esos señores debía de constarles que Don Quijote era un pobre hidalgo de aldea; ¿no se les ocurrió nada, para aliviar su situación, más ó menos sólidamente? Pero dejan marchar á Don Quijote, y hacen todavía más: como si las estólidas burlas pasadas no fueran bastantes, aun se ingenian para traerle á su castillo cuando el caballero va de retirada á su aldea, y para darle una postrera y pesada broma. Hemos dicho que ahora notamos esta estúpida crueldad de los duques; mas ya á últimos del siglo XVIII, cuando don Vicente de los Ríos compuso su Análisis del Quijote, escribía que esas chanzas de los duques con Alonso Quijano suponían un olvido «de la caridad cristiana y de la humanidad misma». Hoy existen todavía comentadores que encarecen la afabilidad, generosidad y cortesía de los duques...

El episodio de Sancho en su ínsula da pie á reflexiones que podríamos enlazar con la moderna modalidad de los partidos políticos en España. Sancho demuestra ser un excelente gobernante y un honradísimo administrador («Desnudo entré en el gobierno, y desnudo salgo», repite él, cosa que ahora no podrían repetir muchos gobernadores y gobernantes.) Sin embargo, los duques, señores que tendrán sus estados, que necesitarán hombres aptos y probos para el gobierno de su casa; los duques no advierten tales condiciones excepcionales en Sancho, y en vez de darse el parabién por haber hallado un tal hombre, que tan útil les puede ser, lo dejan marchar, como si no[Pg 12] hubiera sucedido nada. Pensamos irremediablemente en Cervantes y el conde de Lemos cuando, nombrado virrey de Nápoles, no quiso llevarse consigo á Cervantes, que lo pretendía. Pensamos en la curiosa selección—al revés—que en la política española se suele hacer.

Mucho tendríamos que escribir para comentar—á nuestro modo—los lances y episodios de esta segunda parte del Quijote. Terminemos haciendo una indicación sobre un incidente, de breves proporciones, pero de una maravillosa lejanía ideal. Aludimos al encuentro y á la separación de Don Quijote y don Álvaro Tarfe. En una venta se conocen uno y otro caballero. Pocas horas duran sus relaciones. Preguntó Tarfe á Don Quijote:

—¿Adónde bueno camina vuesa merced, señor gentilhombre?

—Á una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural—respondió Don Quijote—. Y vuesa merced, ¿dónde camina?

—Yo, señor—replicó Tarfe—, voy á Granada, que es mi patria.

Al otro día reanudaron el viaje. Juntos fueron hasta cosa de media legua de la venta. Quedaba establecida entre los dos corazones una viva corriente de simpatía. «Á obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba á la aldea de Don Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro.» Se abrazaron y cada cual siguió su diferente camino. Ya Don Quijote iba vencido; sus días estaban contados. Ni uno ni otro caballero habían de verse más. Nunca Alonso[Pg 13] Quijano había de repasar este camino. El presente minuto—eterno en la historia—que él permanecía en esta bifurcación del camino, ya no volvería á vivirlo. El sol tenue y dorado de lo alto de las bardas acababa de desaparecer. Estos minutos, insignificantes al parecer, tienen una importancia capital en nuestra vida; dejan una estela de melancolía dulce que no dejan los clamorosos sucesos. Son unos días pasados junto al mar, ó en una montaña; ó es una visita rápida que hacemos á una vieja ciudad; ó bien el conocimiento inesperado, momentáneo y grato de alguien á quien no hemos de volver á ver. Delante de nosotros se abre el camino de la vida; nos detenemos un instante y luego proseguimos—inexorablemente—la marcha. (Seguir leyendo)

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