03. Los valores literarios / Azorín / Lemos y Cervantes

26.05.2025

En el artículo anterior aludíamos á las relaciones mediadas entre el conde de Lemos y Cervantes. ¿Quién era el conde de Lemos? ¿Qué clase de protección dispensó á Cervantes? Elucidaremos estas cuestiones teniendo á la vista el libro publicado por el marqués de Rafal sobre don Pedro de Castro. Se titula el libro Un mecenas español del siglo XVII: el conde de Lemos. El conde de Lemos no pasaba de ser un hombre mediocre; hoy hubiera sido un excelente parlamentario; diversos ministerios hubiera desempeñado. «No fué su elevación á los altos puestos que ocupó—nos dice Rafal—sino consecuencia natural de su posición social y estrecho parentesco con el poderoso duque de Lerma.» Líneas más arriba acaba de advertirnos el autor de que «nada de verdaderamente extraordinario ocurre en la persona de nuestro biografiado». Ocupó Lemos los más altos y pingües cargos de la política; fué presidente del Consejo de Indias; desempeñó durante seis años el virreinato de Nápoles; presidió más tarde el Consejo de Italia. Era el virreinato de Nápoles una de las sinecuras más suculentas y preciadas entonces. Un autor de la época, hablando de este cargo, dice que era «el mayor y más útil que daba el rey en Europa».

Mostróse Lemos aficionado á las letras. Como empresas suyas referentes á la cultura, se citan varias. Imprimió á sus expensas La Dragontea, de Lope de Vega; estando en Nápoles «fundó una Universidad y escuelas, para las que habilitó un magnífico edificio comenzado en tiempo de su antecesor con destino á caballerizas». Intentó dotar á la misma ciudad de Nápoles de una biblioteca; mas su designio no llegó á realizarse. Escribió algunas poesías ligeras. Protegió á poetas y literatos... No cosa de mayor entidad podemos decir del conde de Lemos. En resolución, para este prócer, como para otros aristócratas de la época, las letras eran un solaz y un deporte. De cuando en cuando se gustaba de los versos livianos: se componían en las tertulias poesías de repente; se amaba las representaciones fastuosas y pintorescas de comedias de amor. No se sentía el arte tal como hoy un artista puede sentirlo; tal como entonces lo sentía un Cervantes ó un Góngora. No podía en aquel tiempo dispensar al arte un personaje como Lemos más atención que la que se presta á un agradable devaneo. No lo consentía la sensibilidad dominante en aquellas regiones sociales. Incompatible era el goce estético delicado con el regodeo que se encontraba en las chocarrerías y juegos de bufones, albardanes y demás sabandijas de los palacios. El mismo Rafal nos cuenta en su libro un singular solaz que tomaron en cierta ocasión los aristócratas palaciegos. Rodearon una noche la casa de un bufón estando éste dormido; lo despertaron con estruendo de arcabuces; lo amedrentaron; lo acongojaron; lleváronlo á una prisión y lo pusieron en capilla, simulando que era llegada su última hora... Cuando terminó la bárbara broma y quisieron indemnizar de sus angustias al cuitado, regalándole una cadena de oro, el pobre hombre, con un rasgo de altiva dignidad que le colocaba por encima de sus atropelladores, se negó á recibir el presente.

Una sociedad cuyos más elevados miembros encontraban solaz de tan bárbaros devaneos no podía sentir el Quijote como hoy lo sentimos nosotros. Ya hemos dicho en otra ocasión—paradójicamente—que el Quijote no lo ha escrito Cervantes, sino la posteridad. No podía ser tampoco considerado Cervantes como hoy lo consideramos. No caigamos en la ilusión espiritual, al juzgar al autor y su obra, de transportar al siglo XVII el ambiente que ahora rodea á Cervantes y al Quijote. La clase de protección de Lemos á Cervantes se explica teniendo en cuenta qué es lo que Cervantes era en la sociedad y en las letras de la décimoséptima centuria. Más abajo volveremos sobre este punto y veremos cómo, dado el carácter de Lemos y dada la clase de literatura que producía Cervantes, no pudo ser otra la protección del conde. Ahora examinemos el asunto referente á la ida á Nápoles.

Fué nombrado Lemos virrey de Nápoles. Podía, desde tan alto cargo, dispensar amplia y decorosa protección á la gente de letras. Puesto que Lemos se ufanaba de ser el amparador de poetas y literatos, ésta era la ocasión de demostrarlo cumplidamente. Figuraos que hoy llegara á la presidencia del Consejo de ministros quien pusiera su gloria en alentar y auxiliar á cuantos—dignamente—viven de la pluma. Ancho campo se abriría á su noble afán. Con Lemos solicitaron pasar á Italia numerosos literatos y poetas. Lo solicitaron, entre otros, Cervantes, Góngora, Cristóbal Suárez de Figueroa. Había muerto el secretario del conde tiempo atrás. Lemos nombró entonces para este cargo á Lupercio Leonardo de Argensola. Correría Argensola con el cuidado de escoger el personal que había de llevar el conde á Nápoles. Á Argensola, y no á Lemos, debían, pues, dirigirse los pretendientes. Lemos, tan amante de los hombres de letras, ponía entre su persona y los literatos una barrera. Una barrera constituída por otro hombre de letras, es decir, por un hombre que podía tener, respecto á rivales y competidores, sus recelos, sus animadversiones, sus resquemores. ¿Cómo justificar la conducta de Lemos en este caso, capital, capitalísimo en su vida? ¿Por qué él no se entendió directamente con los que llamaba sus amigos, sus protegidos? «Todo quedaba ya—dice Rafal—supeditado á la buena ó mala voluntad de Lupercio.»

Nuestro amado y gran Miguel fué de los que «más» solicitaron el ir á Nápoles. Había puesto en ello Cervantes una fervorosa ilusión. No pudo conseguirlo. Lo rechazaron los Argensola. El fracaso de su esperanza produjo á Miguel una honda amargura. Rafal supone que la conducta de Lemos «debió, no sólo ser correcta, sino cariñosa para Cervantes». (Entre paréntesis, dilecto marqués: en la frase citada falta un de; pero, sin querer, ha salido más exacta tal como está. En efecto, ésa era la obligación del conde de Lemos para con Cervantes, obligación que Lemos no cumplió.) Pero á seguida de escribir la frase transcrita, el autor se pregunta: «¿Cómo pudo ello compaginarse, siendo, en último término, la voluntad del conde la que había de prevalecer sobre la de sus secretarios?» «No acertamos á dar con la respuesta...»—añade Rafal.

Pero las razones que imagina nuestro historiador para justificar á Lemos, antes nos confirman la mediocridad de éste que abonan su proceder. El conde—nos dice Rafal—gustaba de las Academias en que se repentizaba; el amor de Lemos á las letras, como el de sus congéneres, se manifestaba, como queda dicho, en estas liviandades y devaneos ridículos. Cervantes no podía hacer brillante papel en tales tertulias; según él mismo confiesa, era tartamudo; no podía producir una ligera y brillante cháchara. No era, pues, «á propósito para certámenes como aquellos á que demostró Lemos y sus consejeros ser aficionados». Dejemos esto. El hecho es que «ni uno solo de los comentadores de la vida del insigne escritor puntualiza» al hablar de la protección de Lemos á Cervantes. Como Cervantes hace en distintas partes protestas efusivas de adhesión y cariño al conde, se viene á sospechar que la tal protección fuera no otra cosa que una cantidad que periódicamente pasaba Lemos á Miguel. Y con esto volvemos al punto que arriba dejamos para tratarlo ahora.

El conde de Lemos, gran señor, ocupador de suntuosas posiciones políticas, tuvo en su vida numerosas ocasiones de favorecer, definitiva y decorosamente, á Cervantes. Fácilmente pudo darle algún cargo digno; fácilmente pudo hacer que Miguel, ya en la Administración, ya en la Justicia, ya en cualquier otro de los ramos y engranajes del Estado, encontrara un decente y duradero acomodo. ¿Por qué no lo hizo así? ¿Por qué su amparo tomó la forma de una pensión, cuya cuantía ignoramos, y que hoy nos molesta, nos repugna? ¿Por qué esta manera de limosna y no la otra manera ostensible y digna de la protección en un cargo lícito y decoroso? No olvidemos que el conde de Lemos vivía en el siglo XVII, y que sobre eso—ello es importante—era un hombre mediocre y frívolo. No olvidemos tampoco que Miguel no pasaba de ser un escritor de obras festivas. Algunos de sus coetáneos le motejaban de ingenio lego; él mismo sentía la pesadumbre de no ser mas que un romancista, es decir, un escritor en lengua vulgar. Lo selecto y lo literario entonces, lo verdaderamente intelectual era escribir en latín sobre especulaciones filosóficas ó políticas; y si no en latín, al menos, urdir en castellano algún grave y recio infolio de erudición. El Quijote no pasaba de ser un libro de burlas chocarreras. «¡Cómo!—podría decirnos Lemos—. ¿Os quejáis de mi protección á Cervantes; la encontráis indecorosa, mezquina, y no reparáis que Cervantes no es un gran literato, un filósofo, un erudito? ¿Decís que la tal protección no corresponde ni á la persona ni á la obra? ¡No lo comprendo!»

Y, en efecto, ni Lemos ni sus contemporáneos lo comprenderían. Pero Lemos, cuando quería proteger, sabía proteger decorosa y espléndidamente. En el libro del marqués de Rafal se citan varios casos. Uno es el de los propios Argensolas; á más de lo consignado, el conde trabajó obstinadamente con la corte pontificia para que á Bartolomé le fuera concedida una canonjía. Otro caso es el del jesuíta padre Mendoza, en rebelión con la Compañía, hombre inquieto y bravío, para quien Lemos, después de defenderlo y ampararlo largamente, logró un obispado. El tercer caso es el del padre Arce, bibliotecario del conde, á quien también favoreció Lemos con otro obispado. Sabía, sí, sabía proteger el conde. Pero, ¡ay, querido Miguel! Tú, ¿quién eras y qué eras? Tú eras un pobre hombre, lisiado y desdichado; tú no habías compuesto ningún libro serio; tú no habías sacado de tu cabeza mas que una historia estrafalaria y risible.