36. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA: El trinomio mental del arquetipo

06.05.2025

II.—El trinomio mental del arquetipo.

Los arquetipos de la mediocracia pasan por la historia con la pompa superficial de fugitivas sombras chinescas. Jamás llega á sus oídos un insulto ó una loa, nunca se les dice «héroes» ó «tiranos»; en la fantasía popular despiertan un eco uniforme, que en todas partes se repite: «¡el pavo!», en una síntesis más definitiva que una lápida. Su trinomio psicológico es simple: vanidad, impotencia y favoritismo.

Viven de aspavientos, que sólo atañen á las formas. La austera sobriedad del gesto es atributo de los hombres; la suntuosidad de las apariencias es galardón de las sombras. Después de incubar sus ansias, temblorosos de humildad ante sus cómplices, núblanse de humos y empavésanse de fatuidades; olvidan que envanecerse de un rango es confesarse inferior á él. Acumulan rumbosos artificios para alucinar las imaginaciones domésticas; rodéanse de lacayos, adoptan pleonásticas nomenclaturas, centuplican los expedientes, pavonéanse en trenes lujosos, navegan en complicados bucentauros, sueñan con recepciones allende los océanos. Ofrecen ambos flancos á la risueña ironía de los burlones, poniendo en todo cierta fastuosidad de segunda mano, que recuerda las cortes y señorías de opereta. Su énfasis melodramático cuadraría á personajes de Hugo y haría cosquillas al egotismo voltairiano de Stendhal. Hay su razón: «Esa vacía cuba cerebral—dice su biógrafo—tiene que llenarse de doradas virutas para que la penetrante radiografía popular no vaya á descubrir su completa orfandad de ideas; todos los huecos, y son muchos, están repletos con la arena estéril, pero pesada, que imita á las auríferas; dentro del obscuro meandro está preparado y armado ese ilusionismo, con los cubiletes mentales que la vanidad les sugiere.»

En su adonismo contemplativo no cabe la ambición, que es enérgico esfuerzo por acrecentar en obras los propios méritos. El ambicioso quiere ascender hasta donde sus propias alas puedan levantarlo; el vanidoso cree encontrarse ya en las supremas cumbres codiciadas por los demás. La ambición es bella entre todas las pasiones, mientras la vanidad no la envilece; por eso es respetable en los genios y ridícula en los tontos.

Empavónanse de permanentes altisonancias. Sospechan que existen ideales y se fingen sus servidores: incurren siempre en los más conformes á lo moral de su mediocracia. Sospechan la verdad, á veces, porque ella entra á todas partes, más sutil que la adulación; pero la mutilan, la atenúan, la corrompen, con acomodaciones, con muletas, con remiendos que la disfrazan. En ciertos casos, la verdad puede más que ellos; salta á la vista á pesar suyo y es su castigo. Se paramentan de buenas intenciones cuando menos fuerzas van teniendo para convertirlas en actos; la innata pavada se trasunta en sus parloteos puritanos. Tórnase cómica la ineptitud en su disfraz de idealismo; son deleznables los vagos principios que aplican á compás de oportunistas conveniencias. El tiempo descubre á los que tienen la moral en pieza, para mostrarla, aunque de su paño jamás corten un traje para cubrir su mediocridad.

Son tributarios del séptimo pecado capital: en su impotencia hay pereza. Renuncian la autoridad y conservan la pompa; aquélla podría bruñir el mérito, ésta apacienta la vanidad. Gustan de holgar; desisten de hacer lo que no podrían; evitan toda firme labor; se apartan de cualquier combate, declarándose espectadores. Pueden practicar el mal por inercia y el bien por equivocación; se entregan á los acontecimientos por incapacidad de orientarlos. «Les paresseux—decía Voltaire—ne sont jamais que des gens médiocres, en quelque genre que ce soit.» Por detestables que sean los gobernantes, nunca son peores que cuando no gobiernan. El mal que hacen los tiranos es un enemigo visible; la inercia de los poltrones, en cambio, implica un misterioso abandono de la función por el órgano, la acefalía de las mediocracias, la muerte de la autoridad por una caquexia inaccesible á los remedios. Gran inconsciencia es gobernar pueblos cuando la enfermedad ó la vejez quitan al hombre el gobierno de sí mismo.

La falta de inspiraciones intrínsecas tórnales sensibles á la coacción de los conspiradores, á la intriga de los domésticos, á la adulación de los palaciegos, á los apremios de los cotahures, á las intimidaciones de los gacetilleros, á las influencias de las sacristías. Su conducta trasluce febledad con cuantos les acechan; ni basta para ocultarlo su aparatoso enfestar contra molinos de viento. Cuando llegan al poder lo renuncian de hecho, convencidos de su impotencia para usarlo; se entregan al curso de la ría, como los nadadores incipientes. Jinetes de potros cuyo voltigeo ignoran, cierran los ojos y abandonan las riendas: esa ineptitud para asirlas con sus manos inexpertas, llámanla sumisión á la democracia.

El favoritismo es su esclavitud frente á cien intereses que los acosan; ignoran el sentimiento de la justicia y el respeto del mérito. El verdadero justo resiste á la tentación de no serlo cuando en ello tiene un beneficio; el mediocre cede siempre. Profesa una abstracta equidad en los casos que no hieren al valimiento de sus cómplices; pero se complica de hecho en todas las zirigañas de los serviles. Nunca, absolutamente, puede haber justicia en preferir el lacayo al digno, el oblicuo al recto, el ignorante al estudioso, el intrigante al gentilhombre, el medroso al valiente. Ésa es la regla de las mediocracias: anteponer el valimiento al mérito. En el favoritismo se empantanan los que pisan firme y avanzan los que se arrastran mansos: como en los tembladerales. Cuando el mérito enrostra sus yerros á los arquetipos, arguyen éstos humildemente que no son infalibles; pero está su vileza en subrayar la disculpa con tentadores ofrecimientos, acostumbrados á comerciar el honor. No puede ser juez quien confunde el diamante con la bazofia: «equivocarse es una culpa», sentenció Epicteto. En las mediocracias se ignora que la dignidad nunca llega de hinojos á los estrados de los que mandan.

Repiten con frecuencia el legendario juicio de Midas. Pan osó comparar su flauta de siete carrizos con la lira de Apolo. Propuso una lid al dios de la armonía y fué árbitro el anciano rey frigio. Resonaron los acordes rústicos de Pan y Apolo cantó á compás de sus melopeyas divinas. Decidieron todos que la flauta era incomparable á la lira, unánimes todos menos el rey, que reclamó la victoria para aquélla. De pronto crecieron entre sus cabellos dos milagrosas orejas: Apolo quedó vengado y Pan se refugió en la sombra. El juez, confuso, quiso ocultarlas bajo su corona. Las descubrió un cubiculario; corrió á un lejano valle, cavó un pozo y contó allí su secreto. Pero la verdad no se entierra: florecieron rosales que, agitados por las brisas, repiten eternamente que Midas tiene orejas de asno.

La historia castiga con tanta severidad como la leyenda: una página de crónica dura más que un rosal. Nadie pregunta si los carceleros de Bacon, los ustores de Bruno y los burladores de Colón, fueron bribones ó reblandecidos. Su condena es la misma é ilevantable. La justicia es el respeto del mérito. Un Marco Aurelio sabe que en cada generación hay diez ó veinte espíritus privilegiados, y su genio consiste en usarlos á todos, con sus cualidades y defectos; un Panza los excluye de su ínsula, usando á los que se domestican, es decir, á los peores como carácter y moralidad. Siempre son injustos los mediócratas: escuchan al servil sin interrogar al digno. Nunca piden favor los que merecen justicia. Ni lo aceptan. Encuentran natural que los pravos prefieran á sus similares, como dice el publicista. «La torpeza del burgués, mortificado por la natural soberbia de la superioridad, busca consagrar á su igual, cuyo acceso le es fácil y en cuya psicología encuentra los medios de ser satisfecho y comprendido.» Hora llega en que las injusticias se pagan con formidables intereses compuestos, irremisiblemente. Hechas á uno sólo, amenazan á todos los mejores; dejarlas impunes significa hacerse su cómplice. Pronto ó tarde se saldan sus trabacuentas, aunque sus errores no se finiquiten jamás; los arquetipos de las mediocracias aprenden en carne propia que por un clavo se pierde una herradura. Como á Midas el divino Apolo, los dignos castiganlos con la perennidad de su palabra: si dicen verdad ella dura en el tiempo. Ésa es su espada; rara vez la sacan, pues pronto se gasta un arma que se desenvaina con frecuencia: si lo hacen va recta al corazón, como la del romance famoso.

Y el rencor de los lacayos evidencia la seguridad de la punta que toca al amo.

Para ser completos, son sensibles á todos los fanatismos. Los más rezan con los mismos labios que usan para mentir, como Tartufo; inseguros de arrostrar en la tierra la sanción de los dignos, desearían postergarla para el cielo. Si en su poder estuviera cortarían la lengua á los sofistas y las manos á los escritores; cerrarían las bibliotecas para que en ellas no conspirasen ingenios originales. Prefieren la adulación del ignorante al consejo del sabio. Subyacen á todos los dogmas. Si coroneles, usan escapulario en vez de espada; si políticos, consultan la Monita Secreta para interpretar las Magnas Cartas de las naciones. Bajo su imperio la hipocresía—más funesta que la desvergüenza—tórnase sistema. En ese combate incesante, renovado en tantos dramas ibsenianos, los amorfos conviértense en columnas de la sociedad, y el que desnuda una sombra parece un sedicioso enemigo del pueblo. Todos los avisados golpéanse el pecho para medrar. Las huestes de sacristía crecen y crecen, absorbiendo, minando, ensanchándose: como un herpes moral que se agranda en silencio hasta manchar ignominiosamente la fisonomía de toda una época. (Seguir leyendo)