1. ¿Dónde está el Mesías? El viajero y el transeunte por Nelson Estévez
El transeúnte pasaba con su caballo de monta y sus dos mulos tan cargados que los animales daban penas. Miró al que estaba sentado debajo del árbol. Era un recién llegado pues en la villa y sus alrededores todo el mundo se conocía.
―Santo y buen día.
―Santo y buen día.
―Vino usted en el barco que llegó ayer a la Villa de Puerto del Príncipe.
―Tiene usted razón.
El viajero miró al transeúnte sin poder contener la repugnancia. La vestimenta era asquerosa, la barba un ovillo mal enredado y los ojos parecían de marinero borracho, sin embargo, no estaba en condiciones de rechazar al primero que veía en tierra.

El transeúnte miró al viajero, se trataba de un hidalgo porque después de una larga travesía conservaba barba y ropa como si fuera para una fiesta y los ojos mostraban cansancio y hambre sin mirar como los pobres de este mundo.
―Caballero ―dijo el transeúnte―, disculpe, pero me parece que usted no ha comido y yo traigo carne ahumada y casabe los cuales podemos mojar con un vino muy bueno.
Sin esperar respuesta bajó del caballo y buscó en las alforjas dos pedazos de carne de jutía, casabe y dos jícaras que llenó de vino en un garrafón que colgaba de la montura. Colocó una parte a los pies del viajero donde se sentó y bebiendo un largo trago dijo:
―No es como los vinos de allá, pero está entre los mejores de esta isla. Lo hago yo mismo en casa.
El viajero tomó el pedazo de carne ahumada y lo llevó a la boca. El transeúnte anotó en su mente la rapidez al comer. No sabía leer ni escribir, pero había tratado con mucha gente en su vida y podía descubrir si alguien tenía problemas.
―Por lo visto usted se peleó con los marineros.
―Usted lo ha dicho ―dijo el viajero como quien no quiere contar las cosas.
―Pruebe el casabe, señor, para que conozca algo maravilloso de esta tierra –dijo señalando la torta.
El viajero mojó un pedazo en el vino y comió. Muy pronto carne, casabe y vino desaparecieron y el transeúnte llenó de nuevo las jícaras.
―Señor yo me llamo Pánfilo y soy de Murcia ―dijo el transeúnte.
―Y yo me llamo Jesús Almansa de Altamirano.
El viajero, que no era dado al vino, con los pocos sorbos que tomaba sentía el efecto del alcohol en su mente siendo cada ez más locuaz. Pánfilo era hablador por naturaleza y las varias jícaras que tomó aún no era cantidad para que asomaran evidentes cambios en el carácter.
―En esta isla de Juana uno viene para conseguir algunos ducados, no tiene sentido regresar pobre para nuestro país ―acotó Pánfilo.
―Hombre, todavía ustedes no saben que el rey le cambió el nombre a la isla. Ahora se llama Fernandina ―Le aclaraba Jesús que traía noticias frescas de España acerca del cambio de nombre al archipiélago.
Pánfilo pensó que Jesús Almansa de Altamirano podía ser lo que necesitaba. Así que era hora de entrar en temas más profundos que simples peleas con los tripulantes.
―Jesús, por lo visto usted no tiene familiares aquí en esta isla de… ¿Fernandina?
―No tengo ni conozco a nadie en esta tierra. Tampoco soy un aventurero. Mi familia no tiene ni un doblón. Somos hidalgos, pero con eso ni se come ni se viste. Vengo a conseguir con qué comprar una heredad. Tomé esta vereda para sentarme a pensar antes de presentarme en el pueblo.
―Aquí la única forma de conseguir unas monedas es lograr una encomienda. Todos los indios cercanos fueron repartidos desde el principio. Yo sé dónde hay una tribu sin tomar. Para darme la encomienda necesito un doctrinero. Si sabe usted hablarles de Dios y puede enseñarles castellano mañana mismo estamos pidiéndolos. Usted como es gente fina no tiene que trabajar en la búsqueda de oro ni en los sembrados. Como encomendero yo le pagaría a usted.
Jesús Almansa de Altamirano miró a Pánfilo de otro modo. Sintió un poco de compasión por aquel hombre que le había dado comida ¿No decían en la península que todos los de esta isla eran inmensamente ricos? Éste necesitaba de un recién llegado para ganar suficiente dinero. Jesús atribuyó a sus oraciones el fortuito encuentro con un paisano que ya le proponía trabajar en conjunto. Se dispuso a comprender la oferta, aunque conocía desde España las funciones del encomendero, su padre lo había sido de un grupo de toledanos que se habían convertido al cristianismo a cambio de no ser enviados al Sahara. Sus conocimientos de la doctrina permitirían llevar la fe a los nativos. Tocó su baúl sin pensarlo. Adentro tenía una Biblia.
Un poco más de vino y ya Jesús se sentía solidario con Pánfilo albergando el propósito de ayudar a aquel pobre hombre. Era un buen católico y gustaba de servir al prójimo. Del cielo debía venir aquella propuesta pues no traía un proyecto elaborado de lo que haría en la isla.
―Vuestra merced dirá lo que tengo que hacer ―dijo Jesús mirando fijamente a Pánfilo.
―Usted duerma en mí bohío y mañana nos presentaremos al Ayuntamiento para pedir a aquellos indios en encomienda. El cura preguntará a usted acerca de la iglesia y si lo aprueba muy pronto comenzaremos a trabajar.
Jesús Almansa de Altamirano durmió en la choza iluminada por una tea de cuaba, en hamaca bajo un techo de guano de la palma real por primera vez, por lo que pensó que realmente había llegado a un nuevo mundo. En medio de tantas novedades observó que Pánfilo había puesto el tonel cerca de su hamaca y seguía llenando la jícara y bebiendo sin que esto tuviera fin. Por la mañana los dos hombres iban en sendas cabalgaduras. Pánfilo hablador por costumbre y Jesús, aunque necesitado de información, no podía disfrutar de todas las cosas que el nuevo paisaje le ofrecía al seguir más por cortesía que por interés la cháchara del otro.
―Aquí se le tiene miedo a una rebelión porque somos muy pocos. Aunque no tienen espadas ni arcabuces son tantos que nos acabarían en un corto tiempo. Aún quedan indios sueltos, pero están lejos. Yo he explorado buscando oro por mi cuenta. Cuando llegué ya se habían repartido a los siboneyes. El problema fundamental ha sido la iglesia que ha convencido al veedor de que no se den sin doctrinero.
―Pensaba que ya no quedaban indios por entregar ―dijo Jesús como buscando información.
―No quedan muchos, pero la isla no se conoce completamente y hay tribus muy furtivas. Como no tengo encomienda ni fortuna me he dedicado a negociar con los indios libres. Estoy hasta un mes sin regresar a casa. Es muy difícil porque no hay caminos. Sé hablar un poco su lengua y ellos son muy pacíficos. El poblado que quiero que me den queda tan lejos que el único español que lo ha visitado soy yo. El cacique está muy enfermo y no camina. Su gente no conoce la guerra y me tienen mucho miedo. Cuando yo voy tienen por lo menos dos pepitas de oro para regalarme.
La imaginación de Jesús Almansa de Altamirano empezó a volar. Por un momento se olvidó de que había venido de Europa a buscar dinero para comprarse una heredad que se correspondiera con su hidalguía. Ahora pensaba en un grupo de nativos buenos pero desconocedores del Evangelio, él entre ellos pastoreándolos y enseñándoles la existencia del Redentor y la posibilidad de que alcanzaran la divina gloria. Se vio a si mismo rodeado de aquellos hombres, los vio orando y arrepintiéndose de sus pecados. Sorprendiéndose con aquellos pensamientos se preguntó si tenía alma de santo.
En la mañana hacían su entrada a Santa María del Puerto del Príncipe y Jesús se sintió defraudado. Tanta algarabía en Europa por esta villa y se trataba de un poblado de chozas horribles. Quizás hubiera sido mejor no pelearse con los marineros y haber seguido para otro pueblo porque este daba la impresión de una pobreza extraordinaria (seguir leyendo).
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